El abuelo Venancio
Mi abuelo paterno falleció mucho antes de que yo naciera, en tiempos de la última guerra civil, aunque su óbito nada tuvo que ver con la contienda.
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Mi abuelo materno había emigrado a Argentina, prácticamente cuando nací, así que no recordaba nada de él.
Era como si no tuviera abuelos. Con mis abuelas ocurrió otro tanto, emigrantes en Francia y Argentina no tuvieron la oportunidad de malcriarme.
Andaba en esto, viendo lo importante que son los abuelos, que yo no tuve, para los niños y me vino al recuerdo las imágenes del abuelo Venancio, que así le llamábamos.
Pues sí, yo también tuve abuelo, aunque fuera impostado, y el recuerdo que tengo de él es de cuando me pasaron a despedirle, porque se estaba muriendo de viejecito.
Estaba el abuelo Venancio delgadito, en los puros huesos, tan chupados los carrillos de su cara que se tocaban y sus manos eran solo unos huesos largos, en aquella cama esperando el final.
Recuerdo con cariño aquel momento, seguro que el abuelo Venancio fue para mí el mejor de los abuelos.
Si no has tenido abuelos, toma prestado uno y verás cómo cambia tu infancia.
PERRO PATADA
Daba gusto verlo y verlos. Él uno ochenta y el perrito patada unos veinte centímetros, más o menos. Ambos mirando el mar desde el acantilado. Él soñando con el horizonte y el perro canelo y blanco con la mirada perdida sin saberse a ciencia cierta dónde posaba los ojos y los pensamientos. Y de pronto le dio el punto y él pensó que bien podía dar una patada al animal por ver cómo caía, si ladraría en el descenso y por último si sobreviviría. Y se le fueron los pensamientos. Dio unos pasos para atrás y ahora veía a su perro, el mar y el horizonte. Tal como estaba le vino de pronto el pensamiento mataperros y lanzó su pierna derecha contra el canino. Falló y su peso le inclinó para adelante, se precipitó por el acantilado. El can contempló a su amo caer. Se asomó un poco y sólo oyó a lo lejos el rugir de las olas contra las rocas.